Nuestro hospital está repleto de historias y de personas que funcionan como caja de resonancia.
Bastará simplemente con detener la mirada en alguna de las salas del hospital y será evidente que allí sucedió algo que merece ser contado. Al encontrarse con el personal más añoso en el pasillo se puede ver en sus ojos el recuento de los años y las experiencias acumuladas.
Tal vez podrás estar compartiendo el ascensor con un joven residente o enfermero y percibir en él un futuro promisorio. Pero, ¿quiénes son esas personas que van de lado a lado? ¿cuál es su historia? ¿cómo llegaron hasta aquí? ¿qué legado dejan quienes se van?
Quizás usted conoció a esas personas profesionalmente. Quizás, por cuestiones de afinidad y confianza, usted tuvo acceso a un costado más íntimo de sus vidas. O quizás no sabe casi nada sobre ellos.
Les presentamos la primera entrega de "Historias que valen". La memoria viva de los valores humanos que hacen y le dan vida al Hospital Materno Infantil San Roque.
Amelia Niveyro es una protagonista de la historia de nuestro hospital: primera instructora de la Residencia en Pediatría y una de las médicas que constituyeron nuestra Unidad de Cuidados Intensivos Pediátricos (UCIP).
En su trayectoria como profesional de la salud también fue parte del proyecto que posibilitó la constitución de la Sala de Terapia Intensiva Pediátrica del Hospital Materno Infantil San Roque hace más de 35 años.
"Iba en el colectivo pensando: “es mi último día y pasaron 33 años…” Y como una elipse llegó a mí el recuerdo de cuando tomé el colectivo para ir al Hospital por primera vez."
—Cuando tenía 6 años agarraba a todos mis muñecos y los acostaba en camitas dentro del placard de mi habitación. De algún modo, ese placard se convertía en mi hospital. Creo que podría venir de ahí mi vocación.
Crecí en una familia conformada por papá, mamá y hermanos. Todos ellos se esforzaron mucho para que yo pudiera ingresar a la universidad. Éramos de clase media baja, sin sobresaltos. Y todos gozábamos de buena salud. Por lo que hasta ese momento no había tenido contacto ni con la enfermedad, ni con la pobreza.
Amelia en su etapa de estudiante de medicina en la UNR 1979
—Comencé a estudiar medicina en 1975 durante el gobierno de María Estela Martínez de Perón. En 1976 la democracia fue interrumpida y el resto de mi etapa universitaria transcurrió en dictadura. La Alianza Anticomunista Argentina (Triple A) nos obligaba a hacer algo que se llamaba el “tríptico”, el cual consistía en aprender Historia Nacional, Idioma Nacional y Geografía Nacional—Amelia Niveyro explica que esto era requisito para todos aquellos que estaban en primer año de la facultad—. Es decir que, además de estudiar Anatomía o Histología que son materias clásicas de la Facultad de Medicina, teníamos que repasar cosas que ya habíamos estudiado en la primaria y en la secundaria. En ese momento la JP nos empujaba a entrar a la facultad y la izquierda hacía barricadas para que no podamos ingresar. Sin embargo, todo eso a mí no me importaba. Siempre puede ingeniarmela para ingresar y estudiar.
Cuando ingresabas en la Facultad de Medicina tenías que dejar tu documento con los militares. Y si querías salir para tomar algo te preguntaban: “¿A dónde vas?”. “A tomar un café”—respondió Amelia Niveyro en su relato mientras emulaba una voz sumisa y temerosa—. “Bueno, pero deja de joder con tanto café”, te respondían. Era así, todo de mala gana. Te trataban tan mal que ya no salías. Una vez que ingresabas permanecías dentro de la facultad.
Egreso universitario de Amelia (1980)
Miedo. No podías confiar en nadie. Cuando salías con alguien te cambiabas el nombre y decías que eras de otra facultad, porque no sabías con quién estabas saliendo o hablando.
No obstante, a la carrera la hice bastante rápido. Ingresé en 1975 y la terminé en 1980. Y se dió así no por la inteligencia, sino por la perseverancia. Me encerraba en la pensión donde vivía, y estudiaba, y estudiaba, y estudiaba. Era un estado de abstracción absoluta.
-En 1981 me presenté en la Residencia de Santa Fe junto con otras 69 personas. Y de todos nosotros sólo íbamos a ingresar 18, el doble del cupo. Yo soy de esas personas que se pone un objetivo y no para hasta que lo consigue. Y fue así como ingresé en la Residencia.
Transcurrió el primer día, el segundo, el tercero. Y ahí me di cuenta que no había averiguado lo suficiente. Fue en ese momento cuando me enteré que el trabajo era de 8 de la mañana a 4 de la tarde. Y al día siguiente era igual. La intensidad de la Residencia es lo que te va formando.
Sin embargo, lo más fuerte de esta experiencia fue mi primer contacto con el dolor humano.
Por primera vez pude ver, no sólo personas pobres, sino miserables. Ya en mi primera semana pude ver niños lastimados por el maltrato infantil. Me encontré con la pobreza, la miseria, la enfermedad, el abandono y la muerte. Me preguntaba: “¿dónde estoy?”. Porque para mí fue como encontrarme con ese mundo que sufre y que es mucho más amplio de lo que yo creía. Es un mundo que no siempre se muestra, que permanece invisible. Esos niños, esos padres y ese dolor fueron los que me formaron.
Ingresé al Hospital San Roque en 1984. Década del 80; década del 90; década del 2000; década del 2010: todos los contextos sociopolíticos que vivimos dentro del Hospital durante esas décadas.
Amelia Niveyro regresó a Paraná para desempeñarse profesionalmente en el Hospital Materno Infantil San Roque junto con otros 8 profesionales paranaenses que la habían acompañado en la Residencia de Santa Fe. El sentido de pertenencia pareció haber jugado un papel importante en su decisión de regresar para desempeñarse en el hospital. La doctora Niveyro lo describe sucintamente: “No se nos ocurrió otro lugar. No nos queríamos ir de donde habíamos partido alguna vez.”
—Al principio nos llamaban de Neonatología porque era donde más preparación teníamos. Pero, por lo general, nos desempeñábamos profesionalmente en cualquier parte dentro del HMISR. De 1984 a 1989, el hospital no tenía médico de guardia de Neonatología—Amelia Niveyro expresa la sorpresa que le causó descubrir que había un solo médico para todo el hospital—. O sea, los médicos neonatólogos trabajaban sólo por la mañana. Por el contrario, lo que sí había era una enfermeria de primera.
Amelia junto a un paciente en la entonces (casi) nueva Sala de Terapia Intensiva Pediátrica (1992)
Nosotros éramos gente muy activa y preparada y nos habíamos percatado de esta situación. Llegamos a la conclusión de que se necesitaba un Servicio de Terapia Intensiva porque había niños en un estado delicado y no podían estar en salas comunes. El doctor César Etchart fue quién se encargó de organizar todo el servicio junto a nosotros. En total fuimos 7 las personas que trabajamos en ese armado.
En la continuidad del relato, la doctora Niveyro describe la camaradería que tuvieron unos con otros en esa época. Una camaradería que perdura al momento de redactada esta nota.
Al relatar las diversas peripecias, la Doctora recuerda el grado de “auto-organización” que habían logrado. El esfuerzo para que aquel que estuviera de pasiva pudiera ser una especie de colaborador externo y sujeto de consulta. Al ser los años 80´ existían algunos obstáculos tecnológicos que dificultaban la misión: la comunicación telefónica y la ausencia de internet.
Sin embargo, esta “auto-organización” mostró su valía y permitió el armado y la continuidad del Servicio de Terapia Intensiva.
—La primera guardia la hizo el doctor Roberto Ariel—actual Jefe del servicio— un 12 de mayo de 1987—el doctor Roberto Ariel declara en una nota publicada en la página web del HMISR que este proceso fue “motorizador de un montón de cuestiones” y permitió que “otros servicios de pusieran a tono”—.
Al día siguiente fue mi turno. Recuerdo ese día porque Roberto salió de la guardia corriendo, por lo que no tuvimos tiempo ni para saludarnos. El motivo de su rápida salida fue el nacimiento de su primera hija Priscila. En ese entonces yo tenía una bebé de tres meses que se quedaba con su papá el día de mi guardia. Hasta el día de hoy mi gran amigo de la vida es Roberto Ariel y, a su vez, nuestras hijas, Priscila y Nadine, son amigas.
La doctora Niveyro se detiene para reflexionar sobre aquellas anécdotas de la vida cotidiana y personal que transcurren mientras se producen los acontecimientos históricos que dan origen a muchos de los servicios que ofrece el HMISR.
—En los inicios del servicio sólo teníamos un respirador. El cual todavía conservamos como recuerdo. Al respirador nos lo dio el equipo de Anestesia diciendo: “A este no lo usamos porque es muy básico. Tomenlo si quieren.” Poco a poco aprendimos a usarlo. Y en ese aprendizaje nos dimos cuenta que si lo escuchábamos podíamos adecuarlo a la patología y a la edad del paciente.
La persona más humilde, los que menos tienen, son maestros de la vida. Eso es lo que creo. Por lo menos a mí fueron los que más me enseñaron.
—Un día leí en El Diario que llamaban a un concurso para la instructoria. Es decir, comenzaba la Residencia en Entre Ríos. Y había Residencias para todo: ginecología, clínica, cirugía y pediatría; más médicos generales. Por lo que presenté mi curriculum y me fui a rendir en Salud Pública. Cuando llegué no había nadie sentado. Aún así me tomaron el examen por oposición.
Luego del examen y la posterior evaluación me dicen: “¡Felicidades, doctora! Ganó usted porque es la única que se presentó. No tenemos a otro.” Esto hizo que en vez de sentirme súper orgullosa, me sintiera, por el contrario, confundida. Lo había ganado porque no se presentó nadie más. Y yo me preguntaba: “¿Cómo no se les va a ocurrir presentarse?” No lo entendía. Y bueno, fue así que me quedé en la Residencia durante ocho años. En la cual ingresaban cinco residentes por año.
La doctora Niveyro cuenta que el segundo instructor luego de su partida en el 2000, fue el actual Director del HMISR, Alejandro Calógero. Más tarde continuaron la tarea profesionales como Fabián Cortopassi y otros doctores. Ella misma señalará en las siguientes líneas la importancia que tuvieron las Residencias para el Hospital.
—Al iniciar las Residencias me encontré con la dificultad de tener que dirigir un grupo de médicos jovencitos. Ellos me decían la “Doctora Slam” ya que en aquel entonces había una publicidad de una mujer austríaca o húngara que les recordaba a mí. Ellos tenían en su mente la imagen de “¡Uy! La instructora!” Y tan sólo tenía 35 años.
Un residente tiene que ser supervisado mientras va aprendiendo. No obstante, el problema era que contaban con una sola persona para que los supervisara; y cada uno quería atender a cada vez más pacientes. Entonces yo les decía: “No, te quedas con estos dos o tres pacientes” y ellos replicaban disconformes. Para mí era una responsabilidad inmensa porque yo también trataba a los pacientes que ellos atendían. Y ¿cuál es el miedo de un médico?: meter la gamba. Y si te equivocas le provocás un daño a un tercero.
Hay una cita que es un axioma dentro de la medicina, la cual dice: “primum non nocere”. Lo que se traduce como “primero no hacer daño”. Yo lo tenía grabado en la mente y me encargué de que a ellos también se les grabara.
Amelia en su rol de instructora junto a residentes de pediatría (2004)
En definitiva fue un trabajo en el que pensé que iba a estar más tranquila. Por lo menos un poco más de lo que estaba en Terapia. Sin embargo, no fue así. La situación se complicó cuando pasaron de 5 a 15 residentes.
En la instructoria estuve sola hasta el momento en que llegó alguien más…
Cuando llegó Pedro Moia comenzó a colaborar, pero no sólo conmigo, sino también con los residentes. Pedro se quedaba de lunes a lunes hasta las tres o cuatro de la tarde y regresaba nuevamente por la noche. Y siempre estaba en un estado de paz. Era alguien con un espíritu, con una evolución, con una mente que hace que lo extrañe hasta el día de hoy.
Tras su arribo, los residentes comenzaron a preferirlo como instructor. Por lo que yo iba y me quejaba con el Director. “Yo no entiendo por qué no me llevan el apunte. No sé cuál es su problema”—manifestaba la doctora Niveyro con un tono de denuncia—. El Director me responde con una pregunta: “¿Vos te viste?”—la pregunta despierta su curiosidad—. Y continúa: “No usas guardapolvo, siempre andas zaparrastrosa. ¿Acaso vos tenes aspecto de profesora? ¿De Doctora?”. “No, no creo”, respondí. “Bueno, Pedro Moia sí lo tiene”— finalizó el Director en el relato de Amelia Niveyro—.
La instructoria es un mundo aparte. El Hospital cambia con la presencia del residente. ¿Por qué? Porque los enfermeros ya no están solos, cuentan con residentes a cada hora y en cada día. Existe una simbiosis entre Enfermería y Residencia. Los residentes dependen de los enfermeros. Con ellos aprenden a manipular el cuerpo de los pacientes, a adquirir el ojo clínico de estos últimos. Para el residente no existe otra forma de adquirir estos conocimientos. Asimismo, el enfermero necesita del residente ya que depende de su firma para la medicación.
La Residencia es un sistema de aprendizaje en el que entras de una manera y salís de otra. Trabajar con el dolor, te modifica totalmente. Porque no trabajas con cuerpos esbeltos como en un set de moda. Trabajas con el dolor verdaderamente humano. El dolor del otro es el que te transforma.
Cuando Amelia Niveyro traslada su memoria a los inicios del milenio en nuestro país y, específicamente, a los inicios de los 2000 en el Hospital, recuerda principalmente la faltante de insumos, el despido de personal y la dificultad para trabajar en ese contexto de crisis. En su relato, la doctora recuerda haber realizado un “paro a la japonesa”, el cual consiste en trabajar más de lo habitual como medida de presión. En este contexto de huelga, los consultorios que sólo permanecen abiertos por la mañana, fueron abiertos a la tarde y también a la noche. A esta jornada se sumaron artistas y cantantes como María Silva, quienes fueron importantes para visibilizar el paro.
—En el 2001 atendí a una niña, la víctima más joven de la represión (OJO ESTE DATO) de diciembre de 2001. Fue bravísimo. Sonia Velázquez— quien del 2000 al 2002 fue miembro del equipo de Trabajo Social del HMISR—fue la que frenó a la gente del Maccarone que intentaba ingresar en la terapia. Ella me dijo: “Vos trabaja tranquila, no van a entrar. Yo los freno. Conozco a estas personas”.
Fue imposible salvarla. La imagen que más recuerdo de ese momento es la del cura de la iglesia San Miguel que la abrazaba. El mismo cura pidió permiso para rezar.
Amelia Niveyro recuerda este episodio en el libro Infancias: varios mundos culturas diversas. Equidad para todos—su aporte se encuentra a partir de la página 73—. El cual es un esfuerzo colectivo que explora la relación entre diversidad e inequidad en la infancia argentina.
—Mi último día llegó un 14 o 17 de diciembre del 2017. Fue un día común y silvestre como cualquier otro. Me saqué fotos con los mucamos, con los enfermeros y con los residentes que estaban haciendo guardia de Terapia.
Cuando salí me di cuenta que mi auto estaba roto. Por lo que me fui caminando. ¡Y fue tan vívido! Me fui caminando por calle La Paz, doblé en La Rioja, y después volví a doblar en Colón para tomar el colectivo. Como recuerdo me guardé el ticket de ese día.
Iba en el colectivo pensando: “es mi último día y pasaron 33 años…” Y como una elipse llegó a mí el recuerdo de cuando tomé el colectivo para ir al Hospital por primera vez. Fue una cosa increíble.
Un día me llamaron por teléfono los residentes de Terapia: “Ame, a nosotros nos quedó eso que dijiste en el asado”. La historia es así. En un asado les dijee: “¿Conocen el poema de José Larralde?”—cantautor y poeta argentino destacado en la milonga campera—. “¿Cuál?” —se preguntaron con curiosidad los asistentes de aquel asado—. Era una mesa larga con gran cantidad de personas a su alrededor. Les recité parte del poema: “Nadie salió a despedirme cuando me fui de la estancia. Solamente un ovejero, un perro. Cosas que pasan”. Todos comenzaron a reír. Sin embargo, fue la clara descripción de lo que me había pasado. Aún así, los residentes fueron los únicos que lo tomaron y me dijeron: “¿Sabes qué? Te esperamos en la casa de Carolina para comer tacos mexicanos”.
Y fue en esa reunión que me regalaron una lámpara divina que aún conservo en mi casa. Después de mi jubilación no volví nunca más al Hospital.
Yo siento que se cerró una etapa. En este plano en el que estamos, esa oportunidad que tuve de estar en ese espacio, con esa comunidad; para mí fue lo más maravilloso del mundo. Me siento satisfecha y plena.
*Este texto es un trabajo de Sergio Martín Pérez, en entrevista con la Dra. Amelia Niveyro en el marco de sus prácticas curriculares en el Área de Comunicación del HMISR como estudiante avanzado de la Licenciatura en Comunicación Social